Un día normal, pura rutina en medio de las lluvias de abril. Corres a refugiarte en la estación de metro más cercana a tu casa, hora punta, tienes prisa, llegas tarde a clase otra vez. El metro comienza a llenarse de gente; uno tras otro, los aburridos pasajeros entran adormilados tratando de buscar un asiento libre o un hueco para que el hecho de estar de pie les sea menos incómodo. Tú, has vuelto a apoyarte en la pared del lado contrario a las puertas que tienen que abrirse. Tus enormes cascos rojos comienzan a funcionar, haciendo sonar una de esas canciones que te levanta la moral en medio de un día tan corriente como este. La música te evade le realidad, te hace aislarte del barullo que arman el resto de pasajeros. Y eso es un consuelo para ti.
Pero entonces sucede. Atraido por el rápido movimiento que hace una chica para entrar en el vagón antes de que las compuertas se cierren del todo, levantas la cabeza y la ves. Se está colocando el pelo, alborotado por la carrera y recupera el aliento apoyándose en un lateral de las puertas. Una señora mayor la ayuda a recoger algunos libros que se han precipitado al suelo en la violenta entrada al vagón.
Una vez recompuesta, ella también se siente atraida por tu mirada y levanta la vista para observarte. Vuestros ojos se cruzan, como en un baile silencioso. Dedicaís los segundos a miraros con atención, a averiguar pequeños detalles que puedan ser desvelados solo con esas miradas. Ella te sonríe, sonrojándose un poco y tú respondes a su sonrisa con una tierna carcajada amistosa. Quieres que el vagón se vacíe porque te gustaría estar algo más cerca para poder estudiarla mejor.
Primera parada. La mitad de la gente sale y tú tratas de acercarte antes de que se llena más y no puedas avanzar lo suficiente. Unos pasos más cerca, vuelves a mirarla. Ella, tímidamente, se aparta el flequillo de la cara colocándolo detrás de la oreja y permitiéndote observar sus ojos verdes de una manera más clara, son muy bonitos. Sonríe sin apartar la vista de ti. Notas como las mejillas comienzan a arderte, te estás ruborizando. Ella ríe ante tu gesto, "Pensará que soy un completo idiota", te dices a ti mismo sin saber si deberías tratar de avanzar más o no. Vuestras miradas no se apartan, son como imanes totalmente fijados por la atracción. Se muerde el labio.
Segunda parada. Avanzas, solamente os separa a penas una pequeña fila de gente. Paras la música y deslizas los cascos desde tus orejas hasta el cuello sin apartar la vista de ella, que ha dejado de sonreir para mirarte fijamente. Aprieta con fuerza las carpetas contra su pecho, notas su respiración agitada, al compás que la tuya. Pero no ves miedo en sus ojos, es algo parecido al deseo, la intriga, la curiosidad. Una brillante llama de interés hace brillar sus ojos y tú te imaginas pegándola contra la pared del metro y apartandole el cabello de la cara antes de besarla. Sintiéndote a salvo de las miradas de los demás pasajeros, ya que a penas son capaces de mirar a los pocos que tienen a su al rededor.
Tercera parada. Es tu ocasión, se bajará el número suficiente de pasajeros como para poder acercarte a ella y, al menos, preguntarle su nombre. Alguien toca tu hombro, giras la cabeza y un caballero, con sombrero y gabardina, algo despistado te pregunta la manera más rápida de llegar a una calle desde la salida de aquel metro. Respondes que no lo sabes y te disculpas, ni si quiera has oido el nombre de la calle. Vuelves a girar la cabeza, pero ella ya no está ahí. El señor se despide de ti con una sonrisa y un movimiento de cabeza, las compurtas se cierran tras él. Te hubiera encantado romperle la naríz, no has podido ver por donde iba ella. No has podido preguntarla su nombre, pedirla su número o escucharla reír. Te apoyas en la pared donde estaba ella y vuelves a encender la música, "Me quedan dos paradas" piensas mientras vuelves a poner los cascos en tus orejas y respoplas abatido.
Con la cabeza bajada y la vista fija en el suelo, recuerdas su mirada, su boca, su pelo... Y entonces lo ves; un papel. En el suelo hay un papel, lo coges; tiene nueve dígitos anotados y un pequeño ojo mal dibujado en la esquina.
¿Era su número? ¿Ese papel era de ella, lo había puesto ahí para ti?
Lo guardas en el bolsillo, atónito, sin saber a ciencia cierta si pertenece o no a la chica de los ojos verdes. Pero en cualquier caso, notas como dentro de ti una llama especial se enciende haciendo estallar en mil pedazos la aburrida rutina.
(Parte 1: Historias atónitas.)