No fuí. Me quedé en casa y lloré.
Busqué una excusa, le llamé, me disculpé y me tiré en la cama para componer una idea de lo que acababa de hacer.
Me mordí el labio hasta sangrar para evitarme pensar que estaba en casa por culpa del miedo y gracias a una excusa mala.
Me planteé llamar a alguna de mis amigas para fumar, para beber, para reírme y evadirme de todo. Pero sabían donde debía estar y seguramente preguntarían el porqué. Y yo, que no soy muy dada a explicar, seguramente me derrumbaría con solo mirarlas.
Me apeteció salir con ella, muerderle la boca y abrazarme a sus caderas. Por eso que dicen de que un clavo saca a otro clavo y a lo mejor me dolería menos pensar en lo estúpida que había sido. Pero no podía hacerle eso a ella, que no tenía la culpa de nada.
Tal vez la solución era colgarme al teléfono y que alguien me contara todas sus penas las veces que fuera necesarias. Pero yo no quería escuchar a nadie hablar.
Así que, como no había nada que pudiera hacer. Decidí levantarme de la cama y cojer el autobus. La primera opción siempre suele ser la mejor.
Pero por si acaso está bien tener un plan B.
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